El Diccionario de la Real Academia Española
define el término “clientelismo” como el “sistema de protección y amparo con
que los poderosos patrocinan a quienes se acogen a ellos a cambio de su
sumisión y de sus servicios”. Esta definición supone admitir implícitamente que
quienes no se sometan o quienes no presten servicios a los poderosos se verán
excluidos, por tanto, de su protección y de su amparo. Es evidente, en
consecuencia, la discriminación que el clientelismo lleva aparejada por partida
doble.
Cuando se hace referencia al clientelismo hay
que pensar inmediatamente en el clientelismo político, que se da tanto en todos
los regímenes autoritarios como también en las democracias menos avanzadas. Además
del clientelismo brutal de la época franquista, en la España del último cuarto
del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, admitiendo que el de la
Restauración fuese un régimen democrático, el clientelismo político floreció en
una de sus formas más primitivas: el caciquismo. En cambio, en la España de
principios del siglo XXI, con un régimen democrático incluso muy avanzado en
algunos aspectos, el clientelismo político existente tiene su origen en la
forma de funcionamiento de los partidos políticos, muy alejada de los
principios democráticos por diversas razones, entre las que, de entrada, se
pueden destacar dos: el control que las cúpulas dirigentes de los partidos
ejercen sobre todos los poderes del Estado, incluido el judicial, y el que
todos los cargos electos se deban no a sus electores, sino a esas cúpulas
dirigentes, que son las que los han colocado, y pueden dejar de hacerlo, en unas
listas electorales cerradas y bloqueadas.
En el funcionamiento de las administraciones
públicas el clientelismo político de quienes han sido elegidos o designados
para conducirlas se manifiesta en una defensa más o menos descarada de
intereses particulares frente a los generales y en el reparto arbitrario de los
presupuestos disponibles. Los ejemplos no faltan cuando nos fijamos en lo que
ha sucedido en las últimas dos décadas en materias como el urbanismo, la
protección de las costas, el desarrollo de infraestructuras de transporte, la
protección de determinados sectores productivos frente a la absoluta
desprotección de otros, etc.
Desgraciadamente, las carreteras no han
constituido una excepción. Así, son fruto del clientelismo político, aunque a
menudo no solo de él, las autovías con reducidas intensidades de tráfico, los
trazados de carreteras que se han construido a pesar de no haber superado la preceptiva
declaración de impacto ambiental, los nuevos itinerarios cuyo desarrollo se
lleva a cabo de manera discontinua tanto en el espacio como en el tiempo, etc. Cuando
los presupuestos no se manejan de manera transparente o cuando no se utilizan
herramientas de gestión que garanticen el máximo beneficio para el conjunto de
los ciudadanos se está abriendo un espacio para que las decisiones respondan al
clientelismo político.
El clientelismo político ha venido
condicionando el desarrollo viario en todos los niveles de las administraciones
españolas. Sin embargo, donde quizás resulta más evidente, si cabe, es en el
ámbito local, el de las diputaciones provinciales: se ven favorecidas las
provincias cuyo gobierno es del mismo partido que el de la correspondiente
comunidad autónoma y, sobre todo, se ven favorecidos los ayuntamientos
gobernados por alcaldes del mismo grupo que el que domina la diputación
provincial. Y junto a las poblaciones injustamente favorecidas están, lógicamente,
las desfavorecidas de manera igualmente injusta. Se quiebra así, a veces de
manera escandalosa, el principio de que todos los ciudadanos son iguales,
independientemente de donde vivan, lo cual, dicho sea de paso, no significa en
absoluto todos los ciudadanos hayan de tener a su inmediata disposición
idénticas infraestructuras, sino que la asignación de éstas responde
exclusivamente a criterios de eficiencia y de defensa del interés general.
Los ciudadanos tienen que ser conscientes de
que la concentración o la dispersión de la población condiciona la dotación de
infraestructuras, como también se ve condicionada por la orografía o por el
clima. Las carreteras, afortunadamente, permiten en todo el territorio español
un acceso al sistema de transporte. Esas carreteras habrán de tener en cada
caso unas características acordes con la demanda y con las condiciones
orográficas y climáticas. Pero en todos los casos, sin excepción, el estado de
esas carreteras debería ser suficientemente bueno como para que los ciudadanos
pudieran disfrutar de la funcionalidad completa derivada de su trazado. Dicho
de otra manera: una carretera tendrá una calzada más o menos ancha, su trazado
en planta será más o menos sinuoso y en el perfil longitudinal nos
encontraremos rasantes con inclinaciones mayores o menores; pero en todos los
casos el pavimento y la señalización se deben encontrar en un estado
suficientemente bueno como para poder circular con seguridad y comodidad a la
velocidad de proyecto, es decir, a la velocidad determinada por la geometría.
Para quien se dedica a la ingeniería de
carreteras las anteriores reflexiones son casi una obviedad. No parece tampoco
que sean difíciles de compartir por los ciudadanos. Sin embargo, la realidad
española es muy otra por culpa, en gran medida, del clientelismo político. Por
un lado, como ya se ha indicado, se han construido costosísimas
infraestructuras de transporte sin tener en cuenta su demanda real o sin
valorar las condiciones derivadas de la orografía y del clima. Pero, por otro
lado, nos encontramos con carreteras, especialmente en el ámbito local, en las
cuales el estado del pavimento y de la señalización es sencillamente
inadmisible por no haber dedicado los mínimos recursos necesarios en el momento
oportuno. Y eso ha sido así a menudo, hay que insistir en ello, porque se han
aplicado criterios exclusivamente clientelares en la aplicación de los
presupuestos disponibles.
No se trata con este análisis, en absoluto,
de defender un funcionamiento tecnocrático de las instituciones. La
tecnocracia, por la que hay una cierta querencia en el ámbito de la ingeniería,
es contraria a la democracia y, por ello, rechazable. Se trata, simplemente, de
que los decisores políticos, a los que los ciudadanos les han encomendado la
dirección de los asuntos públicos, adopten en todo momento unas decisiones que estén
correctamente fundamentadas en criterios técnicos y económicos, sin excluir los
criterios estrictamente políticos, pero siempre teniendo como principio la
defensa del interés general. Por supuesto, los decisores políticos tienen que
rendir cuentas de sus decisiones, no solo a los órganos de control establecidos,
sino también al conjunto de los ciudadanos, de manera que la gestión resulte
transparente.
En ocasiones los decisores políticos han
justificado sus decisiones, aparentemente arbitrarias, en los informes elaborados
por técnicos, a menudo funcionarios de carrera. Desgraciadamente esto ha sido
así porque esos funcionarios no han sido capaces de resistir las presiones a
las que han sido sometidos por esos decisores y han optado, en última
instancia, por acomodarse, olvidando su obligación de defensa del interés
general, que no está en contradicción con el principio de jerarquía en el
funcionamiento de las administraciones públicas. Dicho de otra manera: los
decisores políticos son quienes han de adoptar las decisiones, que a veces
pueden estar en aparente contradicción con los informes técnicos, pero lo que
no es admisible es que los funcionarios se presten a redactar informes
contrarios a su propio criterio técnico solo por satisfacer a los decisores o
por salvaguardar su situación personal (algo entendible, pero inasumible).
Para concluir, debe tenerse claro que la
mejora del estado de los pavimentos y de la señalización depende, cómo no, de
las disponibilidades presupuestarias. Pero las cantidades disponibles son, a la
postre, un dato de partida más; la subsanación de situaciones inadmisibles
requiere ante todo una gestión no sometida al clientelismo político, que
conduzca por tanto a decisiones que estén regidas exclusivamente por la defensa
del interés general, independientemente del grupo político que gobierne en una
diputación provincial o en un ayuntamiento.
Magnífico artículo, Miguel Ángel. Quizás, si me permites, hubiera hecho una mención al clientelismo que también se vive en los medios de comunicación y que no permite que los ciudadanos estén perfectamente informados. Podemos entenderlo como una potente herramienta de manipulación política que atenta contra la democracia, contra los derechos fundamentales, contra la libertad de información y elección.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. En las dos últimas décadas los políticos y muchos medios de comunicación se han alimentado mutuamente en sus desvaríos creando en los ciudadanos unos anhelos que nada tienen que ver con sus verdaderas necesidades. Como ejemplos tenemos las autovías o autopistas que van de ningún sitio a ninguna parte, las líneas ferroviarias de alta velocidad que han supuesto la práctica desaparición de servicios regionales, etc. No me he querido meter con los periodistas entre otras cosas porque últimamente me relaciono bastante con algunos de ellos (afortunadamente de los buenos).
EliminarAlguna referencia a los que presionan (y a veces financian) a los políticos para fomentar las obras por las obras, tampoco hubiera venido mal. Di que la crisis se va a llevar esto por delante, porque parece que se marchan a otros países, abriendo mercado de la manera que saben, comprando empresas con cartera de contratos, pero eso sí, a crédito
ResponderEliminarEstamos de acuerdo. Al final estamos hablando de prácticas corruptas, aunque no constituyan un delito. Se olvida a menudo que, independientemente de quién financie y cómo lo haga, quienes pagamos finalmente somos los ciudadanos, y esas prácticas a las que se alude solo sirven para que paguemos mucho más y por algo que probablemente no era tan necesario. La corrupción en definitiva tiene muchas facetas: ausencia de principios éticos, falta de transparencia, relaciones impropias entre empresas y partidos políticos, etc.
ResponderEliminarEstupendo análisis en el que penetras con el dedo hasta dentro de la llaga y el póquer yaga (se descubre) sobre la mesa. Bajo un término, el clientelismo, Miguel Angel das pie a una magnífica explicación del inepto sistema actual, tan lleno de incoherencias, el más próximo a la denominada Democracia que yo he podido conocer. Sólo puedo estar en contra de una opinión: tu afirmación de que el clientelismo político, donde quizás resulta más evidente, es en el ámbito local, en las diputaciones provinciales. Tú sabes bien que también se expone claramente a niveles superiores alcanzando las más altas cimas regionales, nacionales y, por supuesto, europeas.
ResponderEliminarResaltar la nefasta influencia del clientelismo político en la gestión de las redes viarias locales se debía exclusivamente a que el texto iba a formar parte de mi presentación en el 22º Vyodeal (Simposio de Vías y Obras de Administración Local) que se está celebrando en estos días en Zaragoza. Por supuesto que existe también, por desgracia, en los niveles político-adminsitrativos que están por encima del local.
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