Una de las cosas que llama la atención a los ingenieros de otros países cuando visitan España por primera vez es que los pavimentos asfálticos de nuestras carreteras no sean negros, al menos no tanto como los de su país de origen. Hay algunas excepciones en nuestras carreteras, naturalmente, pero la extrañeza de nuestros colegas extranjeros se produce ante una realidad que les resulta llamativamente generalizada. ¿Por qué nuestros pavimentos asfálticos no son tan negros como cabría esperar? Como lo he tenido que explicar muchas veces espero que no sea muy difícil volver a hacerlo, en este caso por escrito.
Tradicionalmente, por supuesto en términos
coloquiales, los pavimentos asfálticos han sido denominados “negros”, mientras
que los de hormigón, por oposición, se han dado en denominar “blancos”. Cuando
se han establecido controversias entre los partidarios de uno y otro tipo esos
adjetivos se han utilizado por los contrarios en sentido despectivo; en
definitiva, una batalla de “blancos” contra “negros”.
Se ha tratado casi siempre de controversias
ridículas, carentes de suficientes fundamentos técnicos. En abstracto, los
pavimentos de hormigón no son ni mejores ni peores que los asfálticos, aunque
se puede entender que detrás de las controversias haya unos intereses
comerciales que pretendan poner de manifiesto solamente las posibles ventajas
de un tipo y las supuestas desventajas del otro. Pero, como sabe cualquier
ingeniero independiente que no se deje arrastrar por estas filias y fobias, en
cada caso concreto, dependiendo de multitud de factores, tanto técnicos como
económicos, la solución óptima será una u otra. A este respecto, desde que fue
publicada en 2011, recomiendo a mis estudiantes una monografía americana que
lleva por título “Guide for Pavement-Type
Selection” y que puede ser descargada aquí.
Por otro lado, ni los pavimentos de hormigón
son absolutamente blancos, sino más bien de un gris más o menos claro, ni los
pavimentos asfálticos son verdaderamente negros en bastantes ocasiones, como
ejemplifican perfectamente las carreteras españolas. La tonalidad depende del
tiempo transcurrido desde la entrada en servicio, de cómo se haya acabado la
superficie y de cuál sea la textura conseguida, del contenido de cemento o de
ligante asfáltico y, en grandísima medida, de la tonalidad de los áridos
empleados: tanto en los pavimentos de hormigón como en los asfálticos el
aspecto final resultará tanto menos oscuro cuanto menos oscuros sean los
áridos.
Asumida la anterior explicación se podría
concluir que las diferencias de tonalidad entre los pavimentos asfálticos de distintas
zonas geográficas quedarían explicadas por cómo fuesen los áridos disponibles y,
por tanto, los empleados habitualmente en esas zonas. Sin embargo, eso no sirve
para responder a la extrañeza de los ingenieros extranjeros al advertir que los
pavimentos asfálticos de las carreteras españolas no son, con generalidad, tan
oscuros como en sus países de origen, por muy extensos que estos sean. ¿Cuál es
la razón para que esto sea así?
En torno a 1970 la tecnología de las mezclas
asfálticas en caliente en España había alcanzado ya su madurez. Poco a poco, se
habían ido abandonando en las carreteras principales las secciones constituidas
por macadam revestido de un riego con gravilla, para pasar a las formadas por
mezclas asfálticas sobre bases granulares de granulometría continua o, donde
los tráficos pesados eran más intensos, sobre bases de gravacemento. Sin
embargo, en esos pavimentos con mezcla asfáltica se empezó a manifestar con
preocupante frecuencia un grave problema que no se había previsto: las roderas.
A partir de su constatación, el esfuerzo tecnológico se concentró en intentar
resolver un problema que llegó a afectar a una proporción nada desdeñable de la
red nacional.
Hay que tener en cuenta que lo que se había
implantado en España a raíz de distintas misiones técnicas de ingenieros
españoles en Estados Unidos en la década de 1950 era la tecnología del Asphalt
Institute. Sin embargo, las condiciones españolas presentan unas peculiaridades
(algunas de ellas ligadas a cómo eran entonces en España las carreteras y el
transporte por carretera) que obligarían, tras la aparición de las roderas, a
una profunda revisión tecnológica: rampas con inclinaciones fuertes y
longitudes importantes, altas temperaturas en verano, vehículos con grandes cargas
por eje , mayores presiones de inflado en los neumáticos que las admitidas en
otros países, crecimientos espectaculares del tráfico pesado durante aquellos
años, etc. El problema quedó totalmente resuelto con la modificación en 1975 de
las especificaciones de las mezclas asfálticas: granulometrías del árido menos
sensibles a las variaciones de los parámetros involucrados, contenidos de
ligante más estrictos, betunes asfálticos más duros, proporciones relativas de
fíller más elevadas, mayores exigencias de los áridos para aumentar el
rozamiento interno, etc.
Sin embargo, la resolución del problema de las
roderas conllevó unos efectos secundarios que se arrastran, inexplicablemente,
hasta hoy: esas mezclas tan resistentes a las roderas resultan demasiado
rígidas, tienen una menor resistencia a la fatiga y, sobre todo, envejecen con
relativa rapidez. La durabilidad de nuestras mezclas asfálticas resulta por ello
muy inferior a la de las mezclas de otros países. Desde hace cuarenta años los pavimentos asfálticos españoles se distinguen
a simple vista de los de otros países, tanto por presentar un color mucho más
pálido, síntoma de envejecimiento prematuro, como por la gran profusión de grietas
(algunas son una manifestación más de la escasa durabilidad, otras son el
resultado ya del fallo estructural).
Las referidas modificaciones de las
especificaciones en 1975 (mantenidas en líneas generales en las revisiones
posteriores, la última de las cuales data de 2014) tienen todas ellas su
sentido, pero no tanto en lo que respecta al parámetro en el que más énfasis se
ha puesto en la práctica: la disminución del contenido de ligante que, a
menudo, no es que haya sido estricto, como se decía más arriba, sino
escandalosamente bajo. Se ha olvidado, tanto en las especificaciones como sobre
todo en la práctica, el principio esencial del diseño de las mezclas
asfálticas: el contenido de ligante debe ser siempre el más elevado posible,
aunque manteniendo una suficiente resistencia a la formación de roderas, es
decir, a las deformaciones plásticas (evaluada, por ejemplo, mediante el Wheel Tracking Test).
Las especificaciones no son inocentes, puesto
que prescriben unas granulometrías que no admiten demasiado ligante y marcan
unos contenidos mínimos de este algo inferiores a lo que en cualquier caso sería
aconsejable, induciendo de alguna manera, aunque no sea explícitamente, a que
se tomen esos mínimos como objetivo en el diseño de las mezclas asfálticas. Por
otro lado, las resistencias a las deformaciones plásticas que se especifican
son en algunos casos francamente discutibles por exageradas, lo que obliga a
disminuir el contenido de ligante en el proceso de diseño.
Pero la práctica, como ya se ha apuntado, es
mucho peor. Incluso habiéndose partido en el diseño de las mezclas de
contenidos de ligante inferiores a lo deseable, la tendencia de los
constructores es a reducirlos todavía más, en ocasiones por supuestos miedos
técnicos, en absoluto justificados (escurrimiento de ligante en el transporte
de la mezcla, “blandeo” de esta durante la compactación de la capa, etc.), pero
en otras muchas para conseguir una ganancia ilícita en la ejecución de la obra.
No es raro que estas prácticas cuenten con la anuencia de los directores de las
obras.
En definitiva, si una mezcla asfáltica no
tiene la dotación de ligante que debería llevar, no resultará suficientemente
negra. Esa es la verdadera razón de que en España los pavimentos asfálticos de
nuestras carreteras no sean verdaderamente negros y no, como algunos
cínicamente esgrimen, la gran cantidad de horas anuales de sol ni la intensidad
de su radiación. Estos factores influyen, claro que sí, en la menor durabilidad,
pero muchísimo menos que el insuficiente contenido de ligante.