miércoles, 11 de julio de 2012

Breve reseña histórica (crítica) sobre los últimos venticinco años del desarrollo viario en España

La situación de las carreteras en España en la actualidad poco tiene que ver con la de hace veinticinco años. En 1987 se encontraba aún en su fase inicial el desarrollo del Plan General de Carreteras 1984-1993, el cual habría de cambiar radicalmente el mapa de las comunicaciones terrestres en nuestro país. Veinticinco años después nos encontramos con que los problemas de capacidad están básicamente resueltos, salvo en algunos accesos a Madrid y a Barcelona. Y sobre todo la accidentalidad se ha reducido espectacularmente. Sin embargo, queda mucho por mejorar en materia de explotación, donde las nuevas tecnologías permiten soluciones impensables hasta hace poco, y el estado de conservación, salvo lógicamente en las vías de más reciente construcción, es tan malo como en la década de 1980.

En el período analizado se pueden distinguir tres etapas que cubren aproximadamente el mismo número de años cada una de ellas. La primera etapa fue marcadamente expansiva, tendente sobre todo a resolver los graves problemas de capacidad que presentaban las redes viarias españolas, principalmente la estatal, pero también, aunque en menor medida, las dependientes de las comunidades autónomas. En los años iniciales de esta primera etapa se siguen creando autovías mediante la duplicación de una calzada previamente existente, como se había empezado a hacer unos años antes; es una solución fácilmente criticable con la óptica actual, pero hay que entenderla en el contexto económico y político en el que surgió. Es una etapa en la que hay que destacar así mismo el notable esfuerzo planificador que se llevó a cabo, readaptando continuamente, de acuerdo con las necesidades reales, los escenarios contemplados en el susodicho Plan General de Carreteras, a la vez que se formulan los primeros planes de carreteras autonómicos.

Tras el malogrado Plan Director de Infraestructuras (PDI) promovido por el ministro Borrell, la segunda etapa a la que nos referimos supone una cierta continuación de la anterior, sobre todo como efecto de la inercia conseguida en el desarrollo de nuevas infraestructuras. Pero el sentido de la racionalidad impuesto por una planificación rigurosa empieza a perderse en aras del objetivo de una supuesta igualdad entre los distintos territorios, lo que da lugar al proyecto y construcción de nuevas autovías, ya verdaderas autopistas, para hacer frente a intensidades de tráfico cada vez más bajas. Pero sobre todo esta segunda etapa se caracteriza por el comienzo de la aplicación de los llamados nuevos procedimientos de financiación de infraestructuras.

Esos nuevos procedimientos a los que se alude eran inicialmente dos, denominados coloquialmente el uno como peaje sombra y el otro como método alemán. En la primera década del siglo XXI se irían formulando, y a veces implantando, otros procedimientos progresivamente más sofisticados, siempre con el pretexto de que los nuevos desarrollos no computaran en el déficit público. No se han necesitado muchos años para comprobar los verdaderos efectos de estos métodos, pues en base a ellos, en la segunda etapa a la que se estaba haciendo referencia, se construyeron obras que han tenido finalmente efectos negativos en las cuentas públicas.

Durante la década de 1990 uno de los mayores cambios producidos en la gestión de las redes españolas de carreteras fue el derivado de la progresiva implantación de los denominados contratos de conservación integral. Ciertamente, el modelo tradicional anterior basado en la gestión directa de las tareas de explotación y conservación había entrado en crisis, y en poco tiempo la nueva fórmula se reveló ventajosa en muchos aspectos. Sin embargo, con los años se ha ido degradando en la medida en que, en la mayor parte de las administraciones viarias, ha ido absorbiendo la práctica totalidad de los presupuestos dedicados a explotación y a conservación, en detrimento de las necesidades de mejora y de rehabilitación. Éstas se han abandonado mucho más que en el pasado, mientras los gestores se justifican con la existencia de unas consignaciones presupuestarias, no precisamente pequeñas, pero que, en contra de lo que indica su nombre, comprenden tareas que son básicamente de explotación y que por tanto deberían denominarse, con mayor propiedad, contratos de explotación integral (su denominación oficial es la de “contratos de servicios para la ejecución de diversas operaciones de conservación y explotación en las carreteras”).

Otras dos novedades en dicha década fueron, primero en la administración estatal y luego en muchas comunidades autónomas, la “supervisión dinámica de proyectos” y el “autocontrol de calidad”. La segunda constituyó un cierto fracaso, puesto que el aumento de las tareas administrativas que conllevó no se tradujo, salvo excepciones, en un incremento del control técnico, con lo que finalmente la calidad real de las obras disminuyó en términos generales. Más difícil resulta emitir un juicio sobre la supervisión de los proyectos, pero sí hay una cosa que es indudable: las administraciones externalizaron un trabajo que, por imperativo legal, debe ser directamente realizado por ellas.

En cuanto a la tercera etapa de este cuarto de siglo, la que comprende los años más recientes, tiene un saldo probablemente negativo, salvo en lo que se refiere al ya señalado descenso, importantísimo, de la accidentalidad viaria, algo que hasta hace no demasiado tiempo era impensable. ¿Qué se puede destacar además en esta tercera etapa? Entre otros aspectos quizás los más relevantes sean los siguientes:

  • Destecnificación de las administraciones viarias.
  • Renuncia definitiva a los procesos de planificación, dejando el desarrollo viario a merced del clientelismo político, lo que ha llevado, entre otras cosas, a la construcción de autovías (verdaderas autopistas) para intensidades medias diarias inferiores a los mil vehículos.
  • Abandono de la conservación, con la justificación, como ya se ha indicado más arriba, de los cuantiosos presupuestos dedicados a tareas que son, fundamentalmente, de explotación; estas tareas son en ocasiones de necesidad dudosa, como ocurre con la atención desmesurada a la vialidad invernal en todo el territorio nacional, cuando sólo unas pocas provincias tienen verdaderos problemas de esta índole, más allá de alguna nevada ocasional.
  • Desarrollo conceptual de la tecnología ITS (Intelligent Transportation System), por encima de las todavía limitadas aplicaciones prácticas.
  • Preocupación por la implantación de auditorías de seguridad viaria, algo que todavía no ha llegado a cuajar, al contrario de lo acontecido en los países más avanzados (Australia y Nueva Zelanda, principalmente).

En cuanto a las actuaciones concretas destaca en estos últimos años, por encima de cualquier otra, el acondicionamiento de la M-30 llevado a cabo en el período 2003-2007 por el Ayuntamiento de Madrid. Por otro lado, una actuación del Ministerio de Fomento como es el programa de acondicionamiento de las denominadas “autovías de primera generación”. En 2007 se licitaron en régimen de concesión diez tramos, de aproximadamente unos 100 km de longitud cada uno de ellos. Un inadecuado diseño del proceso y las sobrevenidas dificultades de financiación como consecuencia de la crisis económica han hecho que esos acondicionamientos estén aún en ejecución, cuando debían haber sido rematados antes de acabar el año 2009.

martes, 10 de julio de 2012

Algunas reflexiones sobre la posible implantación de una tasa por uso de las carreteras

En los últimos años distintos sectores vienen presionando con insistencia creciente para que se implante en España una tasa por uso de las carreteras. Se pretende que así se podrán garantizar los fondos necesarios para la conservación y, además, se podrán acometer nuevos desarrollos viarios. El Gobierno no ha asumido aún esta propuesta, aunque probablemente el Ministerio de Fomento cuenta ya con su próxima implantación. Sus impulsores son fundamentalmente los grandes grupos constructores y concesionarios de nuestro país, en la medida en que se trata de algo que beneficiaría enormemente a sus intereses. Según declaraciones de la propia titular de Fomento, su Ministerio está dispuesto a apoyar esos intereses.

En cambio, no se conoce ningún estudio de ese departamento sobre cómo influiría esta medida en los intereses generales, desde el momento en que, además del obvio incremento de los costes de transporte de personas y de mercancías, puede afectar al derecho a la movilidad, aumentar la desigualdad entre ciudadanos y entre territorios, influir negativamente en la accidentalidad, desincentivar el turismo, etc. No se está explicando tampoco con claridad cómo se gestionaría el cobro de la tasa y su aplicación al fin supuestamente pretendido (sería muy importante que supiéramos qué se opina al respecto en el Ministerio de Hacienda) y, sobre todo, se está ocultando deliberadamente que lo que persiguen en última instancia los impulsores de la propuesta es que la gestión de la nueva situación se lleve a cabo mediante la concesión de las vías afectadas. Ése es el núcleo del negocio, y es legítimo que los que tienen expectativas de hacerse con él lo promuevan, y así lo están haciendo insistentemente y en muy diversos foros. Pero esa no debería ser la postura de la Administración, que parece que ni siquiera se plantea la posibilidad de gestionar directamente la tasa en caso de implantarse. Una vez más no se toma en consideración cómo se debería actuar para maximizar los beneficios de los ciudadanos o, en el peor de los casos, para minimizar los costes que tenemos que soportar entre todos, y todo el pensamiento oficial se reduce al mantra de que “quien use la infraestructura, que la pague”, olvidando que además de los usuarios hay otros beneficiarios, y que si ahora parece que no hay recursos para la correcta conservación de las carreteras no sólo se debe a los ajustes presupuestarios, sino sobre todo a una desastrosa gestión en la aplicación de los fondos disponibles, sean pocos o muchos.

Otra medida que se está proponiendo, relacionada con la anterior, pero técnicamente diferente, es la de convertir los llamados peajes en la sombra (quien paga la tarifa al concesionario no es el usuario, sino la propia Administración) en peajes directos. Además de la repercusión en los usuarios, lo que más llama la atención es que los mismos gurús que preconizaron en su momento aquel sistema, con indudables inconvenientes, como el endeudamiento a largo plazo, ahora teoricen sobre la bondad del cambio.