En el Boletín Oficial del Estado de 10 de
diciembre de 2013 se publicó la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de
transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Su preámbulo
comienza con este párrafo:
“La
transparencia, el acceso a la información pública y las normas de buen gobierno
deben ser los ejes fundamentales de toda acción política. Sólo cuando la acción
de los responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos
pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan
los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones podremos
hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a
responder a una sociedad que es crítica, exigente y que demanda participación
de los poderes públicos.”
Más adelante, todavía en el preámbulo, se
señala:
“La
Ley amplía y refuerza las obligaciones de publicidad activa en distintos
ámbitos. En materia de información institucional, organizativa y de
planificación exige a los sujetos comprendidos en su ámbito de aplicación la
publicación de información relativa a las funciones que desarrollan, la
normativa que les resulta de aplicación y su estructura organizativa, además de
sus instrumentos de planificación y la evaluación de su grado de cumplimiento”.
Ya en el articulado de la Ley,
concretamente en su artículo 6.2, se establece: “Las Administraciones Públicas publicarán los planes y programas anuales
y plurianuales en los que se fijen objetivos concretos, así como las
actividades, medios y tiempo previsto para su consecución. Su grado de
cumplimiento y resultados deberán ser objeto de evaluación y publicación
periódica junto con los indicadores de medida y valoración, en la forma en que
se determine por cada Administración competente”.
Si pensamos en cómo la Ley,
particularmente los párrafos transcritos, podría incidir en unas actividades de
las que son responsables unas determinadas administraciones públicas, como son
la conservación y la rehabilitación de las carreteras, quizás podríamos tener
la esperanza de que las cosas se hiciesen de una manera muy distinta de cómo se
han venido haciendo hasta ahora. Podríamos tener la esperanza, efectivamente,
de que esas administraciones públicas explicaran los criterios con los que
desarrollan la ejecución de los presupuestos que tienen asignados para esas
tareas; podríamos también tener la esperanza de que en todo momento cualquier
ciudadano pudiera saber, de forma sencilla y directa a través de una web,
cuáles son las necesidades de conservación y de rehabilitación a las que se
está haciendo frente o a las que habría que hacer frente si las partidas
presupuestarias consignadas lo permitieran.
Desgraciadamente no parece, sin embargo,
que la Ley 19/2013 vaya a servir, al menos a corto plazo, para colmar esas
esperanzas. La Ley termina con una disposición adicional novena, la relativa a
la entrada en vigor, que tiene la siguiente redacción:
“La
entrada en vigor de esta ley se producirá de acuerdo con las siguientes reglas:
-
Las disposiciones previstas en el título II entrarán en vigor al
día siguiente de su publicación en el «Boletín Oficial del Estado».
-
El título preliminar, el título I y el título III entrarán en
vigor al año de su publicación en el «Boletín Oficial del Estado».
-
Los órganos de las Comunidades Autónomas y Entidades Locales
dispondrán de un plazo máximo de dos años para adaptarse a las obligaciones
contenidas en esta Ley.”
Por tanto, solo el título II de la Ley, relativo
al buen gobierno, ha entrado en vigor, pero solo en el ámbito de la
Administración General del Estado y de sus entidades dependientes. Para que las
disposiciones relacionadas con la transparencia entren en vigor habrá que
esperar hasta diciembre de 2014 en el ámbito estatal y hasta diciembre de 2015
en los restantes ámbitos. Esto constituye una verdadera anormalidad en la
aplicación de una disposición legislativa del más alto rango.
Por otro lado, no conviene pasar por alto
que muchos artículos de la Ley están redactados con un exceso de cautela en
cuanto a la obligatoriedad de aplicar lo que podríamos denominar un principio
universal de transparencia. Sobre todo se introducen multitud de matices e
incluso excepciones, más allá de las obvias, que inducen a pensar que las
administraciones podrían no acabar siendo totalmente transparentes, sino
translúcidas como mucho.
La cuestión que se plantea inmediatamente
es inevitable: ¿se quiere de verdad que haya transparencia o no? La conclusión
de quien esto firma es que el Gobierno de España se ha visto empujado a llevar
a las Cortes Generales esta materia, pero que no está convencido de que se
trate de algo bueno. Incluso, aunque esto no es más que una opinión personal,
cabría preguntarse para qué hace falta legislar, más allá de la promulgación de
unas pocas reglas de funcionamiento operativo, sobre una materia que ante todo
y sobre todo requiere de una voluntad política. Muchos ciudadanos exigimos
transparencia porque estamos convencidos de que es un principio básico de un
sistema democrático, de que la opacidad está en los orígenes de la corrupción e
incluso de que con transparencia el funcionamiento de las administraciones públicas
resulta mucho más eficiente. El convencimiento del Gobierno de España hay que
ponerlo en duda desde el momento en que promueve una legislación al respecto de
esta manera y se pospone exageradamente la entrada en vigor de lo legislado.
Desde un punto de vista práctico, ¿qué
importancia tiene todo lo expuesto en relación con la conservación y la
rehabilitación de las carreteras? Ya se ha indicado más arriba que sería bueno
que las administraciones públicas competentes en la materia explicasen los
criterios con los que aplican los presupuestos de los que disponen y también
que sería igualmente bueno que se conociese en todo momento cuáles son las
necesidades de conservación y de rehabilitación a las que hay que hacer frente.
En este momento algunos creemos que los
créditos presupuestarios disponibles en materia de conservación y explotación
de carreteras (los consignados en el Programa 453C en el caso de los
Presupuestos Generales del Estado) no se están aplicando de la mejor manera
posible. Podría ser que estuviéramos equivocados, pero las administraciones no
hacen ningún esfuerzo por justificar su gestión ni por rendir cuentas, en el
más amplio sentido de la expresión, más allá de declaraciones altisonantes, muy
poco fundamentadas y, en consecuencia, nada convincentes. Por otro lado, muchos
ciudadanos son cada vez más conscientes de que el estado de los pavimentos de
las carreteras está empeorando a ojos vista y piensan además que cuando se
lleva a cabo alguna acción al respecto se hace solo con base a criterios de
clientelismo. Resulta pues muy clara la conveniencia de que las
administraciones públicas titulares de las redes viarias informasen de manera
permanente de los parámetros que definen con rigor el estado de los pavimentos:
cualquier ciudadano podría así contrastar su valoración cualitativa con una
valoración cuantitativa precisa que, sin duda, le serviría para saber si sus
sensaciones e imprecisiones responden o no a la realidad. Por otro lado, ese
ciudadano podría comprobar, si así lo desease, que sus impuestos se están
usando no ya donde el cree que deberían usarse, sino donde de verdad son más
necesarios.
¿Hay dificultades para aplicar de
inmediato estos principios de transparencia sobre la conservación y la
rehabilitación de las carreteras? Quien esto firma considera que pueden
esgrimirse muchos pretextos (de hecho, se vienen esgrimiendo desde hace años),
pero que no hay ninguna razón fundada para que no se den estas informaciones,
independientemente de lo que establezca o deje de establecer la Ley y de cuándo
puedan entrar en vigor sus disposiciones. Como se ha indicado, y no cabe sino
subrayarlo, la transparencia y la libre disposición de información redundarían
inmediatamente en una mayor eficiencia de las administraciones públicas
responsables de la conservación y de la explotación de las redes viarias.